Antonio Argandoña, Profesor de Economía y Ética Empresarial, IESE Business School
En la empresa hay, me parece, tres éticas. Una es la ética personal: soy yo quien atiende al cliente, quien lleva a cabo las anotaciones contables, quien pone en marcha la máquina, quien llega tarde al trabajo… La ética me ayuda a entender si hago bien o mal, en una gama que va desde el desastre moral sin paliativos hasta la excelencia summa cum laude. Y aquí cuentan los aspectos personales de mi decisión u omisión (mis motivaciones, los bienes que busco, las virtudes que desarrollo), pero también lo que pasa a las demás personas (cómo les ayudo o les perjudico, si tengo en cuenta sus necesidades, si favorezco o perjudico la moralidad de sus conductas) y, por tanto, a la empresa y a la sociedad.
La segunda ética es la ética de la empresa. Aquí lo que cuenta, como en la ética política, es la ética de la institución: los valores que la empresa ejercita o desarrolla, sus objetivos y su misión, las normas que desarrolla o que omite, los incentivos que crea, las conductas que favorece o dificulta. No es independiente de la ética personal, por dos razones. Una: todo eso lo hacen, lo mandan, lo posibilitan o lo dificultan personas; por eso, la ética de la empresa la “hacen” todos, y especialmente los directivos. Porque su deber como personas, personas que dirigen una empresa, es que la empresa sea ética. Y no pueden escudarse en “yo no robo”, si la empresa que dirigen es la que roba. Y dos, ese marco empresarial influye poderosamente en las acciones y omisiones de las personas: si me pagan, y mucho, por vender más, sin preguntarme si he actuado de forma moral en mis operaciones, me están empujando a ser un vendedor inmoral. Yo sigo siendo responsable, pero alguien más, la empresa y, en definitiva, sus directivos, participan de esta responsabilidad mía.
Y la tercera ética es la que las personas y las instituciones deben desempeñar respecto de aquella sociedad amplia. Como ciudadano yo debo cumplir mis deberes para con la sociedad: cumplir las leyes justas, pagar los impuestos justos, favorecer el desarrollo de instituciones que contribuyen al bien común… Y, del mismo modo, la empresa debe contribuir al bien común, como “buen ciudadano” que cumple la ley, paga los impuestos justos, desarrolla las instituciones adecuadas, etc.
Por eso incluimos en la ética de la empresa el deber de considerar los efectos posibles o probables de las acciones de la empresa sobre el conjunto del sistema. Esto es algo que no todos aceptan, pero me parece algo lógico. Si mi banco está desarrollando unas actuaciones que, con probabilidad no nula, pueden acabar en una quiebra sonada y probablemente en un pánico bancario, que ponga en peligro la estabilidad de todo el sistema financiero, esa acción es moralmente incorrecta, y no puedo esconderme en argumentos como “yo no sé qué puede ocurrir en el futuro” o “prevenir el riesgo sistémico es tarea del regulador, no mía”.
Son tres éticas pero están entrelazadas porque, como en las partes de una empresa, no funcionan bien al separarlos.
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